Todos somos niños. Voy en el metro, gris, tibio, pálido, pero de repente empiezo a ver a los chavales que tengo alrededor. Todos con nuestras mochilas, nuestras calcetas hasta las rodillas. Ellas, ellas sonríen, se miran. Ellas, esas niñas me encantan. Recuerdo cuando era pequeño, todos nosotros con nuestro fútbol y nuestros cromos, pero en el fondo las mirábamos a ellas.
Voy por la calle y ese viejecito con bastón se parte de risa buscando entre los cubos de basura. Yo, que no le encuentro sentido a nada de esto, me río también. Recuerdo que en el recreo siempre había niños buscando monedas en las alcantarillas.
"La banda del patio", me encanta la banda del patio. Voy en metro, gris, tibio, pálido y creo que estoy en el patio. Ahí en ese rincón está el gamberro de turno; maletín de cuero, traje de sello Tucci, de peinado estirado con brillantina. Sí, el pillín que siempre se escapó de todas. Enfrente, la niña de las cocinitas, la que siempre jugaba a papás y mamás, con su falda a cuadros, jersey de lana negro y su pelo corto y canoso. Su piel está más doblada, pero ella sigue jugando a ser madre con su nieto, en el patio del que nunca salió.
A mi lado está ella, con sus largos rizos y su carpeta, la eterna adolescente. Sonríe y yo sonrío. En clase entrecruza las piernas, doblada sobre sus folios, atiende, copia y navega. Vuela de un lugar a otro pero sin dejar escapar palabra. Recuerdo cuando era pequeño, todos nosotros con nuestros cromos. Ahora mis cromos se han convertido en periódicos, mis conversaciones políticas han sucedido a los lunes de después del partido.
Pero, en el fondo, cuando estoy en clase las miro a ellas.
Y a ella, la más niña de todas la niñas.
Me levanto y leo:
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