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Simon Jeffes era un hombre que soñó con ser el director de un café. A Simon Jeffes no le gustaban ni las puertas, ni las ventanas cerradas. Simon Jeffes amaba los lugares abiertos, el aire, la música y los pingüinos.
Bueno... hablemos claro. En realidad, Simon Jeffes era un pingüino con apariencia de hombre. Un académico que un día tuvo una alucinación después de haber comido pescado en mal estado. Soñó con fundar un café, un espacio donde compartir e intercambiar ondas.
Lo más chocante de hablar de Simon Jeffes es que uno recuerda su silueta rodeada de cinco o más pingüinos. Eran seres afables, clásicos ellos, con su frac, sus pajaritas y su pose estirada. Siempre acariciando sus instrumentos.
Nunca los oí hablar, simplemente seguían a Jeffes. Llegaban en fila india al centro del café. No había escenario, buscaban, perdido entre la gente, el piano. Nadie los presentaba cuando aparecían. Los que frecuentábamos el Penguin Cafe sabíamos de que iba la historia, afinábamos el oído para sentir las cuerdas de Jeffes entre las voces de la gente, que se iban atenuando una vez empezaba todo. Jeffes daba la señal y lo demás era navegar.
Una sección repetitiva de guitarra y piano al unísono. Un rebote de sonidos sobre el que se desplazaba el violín. Lo mejor de la Penguin Cafe Orchestra era el goteo intermitente pero continuo de sonido. Guitarra, ukelele, bongo, celo, electrónica o hasta un antiguo teléfono descolgado. Todo sonido medido pero libre era bienvenido a este festín. Minimal, folk, naïf, clásica.
Música de cámara interpretada por hombres pingüino.
1 Comments:
ei, merci per tornar :)
quan arribi a casa em miro els teus pingüins músics, que a la feina no puc escoltar-los jeje.
fins aviat,
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